Álvaro Robledano
Primer premio Bachillerato, Concurso Literario Ventanal de la Sierra 2012
«Por muy difícil que parezca, siempre habrá una salida…» Mil veces me habían repetido y me había repetido yo a mi mismo esta idea. Durante los meses de entrenamientos siempre había encontrado una salida cómoda en las situaciones más complicadas, tan solo con un análisis frío de la situación. Pero no, definitivamente, en este momento no existía una salida fácil.
Había llegado hace un par de días a este famoso valle perdido en la inmensidad de la cordillera de los Alpes. Sus calles, sus gentes, las paredes verticales a cada lado del valle, dotaban al lugar de cierta magia, pero también infundían respeto, quizás incluso temor. Grandes gestas y desgracias se contraponen en las míticas agujas rocosas y afiladas que culminan tres mil metros más arriba. Y ahí estaba yo, tan insignificante en semejante inmensidad.
Todo empezó un par de meses antes, cuando me confirmaron que me habían seleccionado para participar en la copa del mundo de esquí extremo. 60 días después, tras duros entrenamientos, aterrizaba en el aeropuerto de Ginebra dispuesto a darlo todo. Las pésimas condiciones meteorológicas habían endurecido aún más la prueba. La noche anterior al día D, se cambió el lugar de la competición por motivos de seguridad. Todo lo estudiado previamente se desvanecía: tendríamos apenas media hora para decidir nuestras líneas, si la visibilidad lo permitía.
Pero no lo hizo. Apenas 10 minutos de claridad nos permitió observar los peligros de este nuevo emplazamiento. Se adivinaban bajadas cortas, pero realmente explosivas; al menos el público podría disfrutar de un magnífico espectáculo.
Junto al resto de competidores, accedí al punto de salida. Al principio la tensión se masca, silencio sepulcral en el ambiente. En la cabeza tan solo la línea escogida. De repente me nombran, es mi turno. Clack, clack. Las fijaciones se bloquean bajo la presión de los pies. Hondo suspiro mientras admiro la inmensidad que me rodea. Es curioso cómo el cerebro, en las situaciones más tensas, consigue proporcionar momentos de semejante paz y silencio. Corazón que se acelera hasta límites insospechados mientras escucho la deseada, pero a su vez odiada cuenta atrás: «Cinq, quatre, trois, deux, une…droppin’! ». Y de repente todo cambia, ya no hay miedo, solo concentración y adrenalina. Primeros giros rápidos, uno-dos, hazlo fácil. Directo a la cornisa, con cuidado pero con decisión. Hop, giro a la derecha. ¿Derecha? ¿No era izquierda? Maldita sea, ¿dónde está el pino de referencia? Mierda, me lo he pasado. Tensión disparada, un rápido recuerdo del sector de competición me confirma los peores presagios: estoy en lo alto de una barrera rocosa y no hay salida.
Hay quién dice que el ser humano es la máquina más rápida que existe. Y estoy de acuerdo. En apenas décimas de segundo pasan por mi cabeza decenas de soluciones posibles, todas descartadas. Respiración cada vez más agitada; el arco de llegada se ve tan cerca, pero tan lejos al mismo tiempo…
Y de repente me doy cuenta: existe una salida. En mi cabeza tan solo resuenan unas palabras que había leído apenas unos meses antes a un corredor de ultrafondo español: «Kiss or kill. Besa la gloria o muere en el intento.» La salida está delante de mí. En cuanto encaro de nuevo la pendiente la parte racional del cerebro vuelve a carburar y recuerdo la magnitud de la barrera rocosa, como un tercer piso. Va a ser dura la recepción. Sin embargo, y sin entender por qué, una misteriosa sonrisa se me dibuja en la cara a la vez que doy un último impulso hacia el abismo. Kiss or kill.