Laura Ros
Tercer premio de 3º y 4º de ESO, Concurso Literario Ventanal de la Sierra 2012
Cuando el viento envolvía su silueta y él ya no era capaz de sostenerse por sí mismo, cuando las rodillas le fallaban y su cuerpo temblaba, cuando la soledad se había apoderado hasta de sus huesos, pasando por el corazón. La tristeza inundaba su mirada; el frío penetraba sus sentimientos, haciendo que fuesen aún más profundos, duros, reales. La lluvia se aliaba con las cascadas que vertían sus ojos y recorrían todo su rostro. Pero eso era antes, cuando aún le quedaba un ápice de esperanza; ahora ya no había lágrimas por derramar, melodía que expresase su estado y dolor o algo que llenase su cuerpo, porque él estaba vacío y aun así lleno de sentimientos. Así era como al menos él se sentía en cada paso que daba. Vacío aunque cada vez todo le pesaba más; hasta el corazón ahora estaba desteñido y sin ningún sentimiento tangible, y aun así él cada día sentía más dolor. Todo era del color de la soledad y del color de sus pupilas, negro. Negro como cuando te encuentras en un túnel en el que no hay salida ni luz alguna. Así se sentía él, sin salida alguna. Los días pasaban lentos y amargos, en una constante agonía que su mente, débil, ya no era capaz de superar. Oh, dulce infancia, cuánto la echaba de menos. Ahora él decía que no valía nada; se sentía solo y desesperado, sin ninguna fuerza capaz de sostener su mirada y su alma carcomida por el rechazo. Un gran infierno febril.
Una noche lluviosa de diciembre, a la hora en la que la luna mostraba su grandeza y el frío calaba los huesos, paseaba entre las pocas sombras que quedaban en la ciudad. Con paso lento y tembloroso se dirigía a aquel lugar. Cada día el agua pasaba bajo el antiguo puente de piedra y hoy el agua sería testigo de aquel final. Llegaba poco a poco, un final que nadie supo evitar. Él dudaba cuando cada vez faltaba menos; una parte de él era consciente de lo que ocurriría pero otra no era consciente del dolor que llegaría a causar. Tristemente él llevaba su agonía en silencio y todos habíamos tenido los ojos vendados no habiendo querido ver lo que iba a suceder.
Finalmente llegó, con una nube gris turbándole la cabeza. No podía echarse ahora atrás, para él sería un acto muy cobarde. Por sus venas lo único que circulaba era dolor. La intensa lluvia le calaba por completo aunque no le importaba. Nada le importaba ya. Por qué no poner fin a ese dolor de una vez, se dijo. Esta vez era la definitiva; se quitó los zapatos, subió un pie y después el otro, se ató dos pesos a cada tobillo y otros dos al corazón. Se alzó y observó las aguas que pronto, muy pronto, serían su hogar. Crispado y erguido, flexionó sus rodillas, y con un impulso ayudado por el peso atado a sus tobillos su cuerpo cayó en picado. Sus pies rozaron el agua y acto seguido su cuerpo se sumergió. El agua estaba demasiado fría, helada, e inició su función. Su organismo comenzó a congelarse, él se limitaba a cerrar los ojos y a intentar no respirar mientras esperaba llegar al fondo. No sentía nada, su cabeza no pensaba, solo su cuerpo sentía las puñaladas dadas por los cuchillos del agua. Quería que llegara aquel fin lo más rápido y pronto posible.
Nunca le dijeron que por muy difícil que parezca siempre habrá una salida.
Ni siquiera yo fui capaz de decírselo.