Creación
Esquina doblada
Vox Populi
Título clave: Vox Populi (Colmenar Viejo. Internet) · ISSN: 2255-0585
IES Rosa Chacel
Número XX
Marzo de 2012
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44

La vida parte en un tren

Julio Serrano Cereijo

Tercer premio de Bachillerato, Concurso Literario Ventanal de la Sierra 2012

Madrugada fría del mes de febrero. Fuera ni un alma, el sol se comenzaba a elevar por encima de los edificios con un brillo especial. Un leve movimiento, el reloj señala las 6 de la mañana. El andén tan vacío e impoluto como cuando se inauguró, tantos años atrás.

Él tiene una leve idea de donde se encuentra, la estación de San Lázaro siempre había sido uno de los lugares que le habían inspirado en sus obras. Se consideraba una persona exitosa, que por su trabajo como escritor había tenido la oportunidad de conocer mundo y relacionarse con distintas gentes y culturas.

Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la gran claridad de la estancia, y pudo abrirlos por completo para situarse mejor. La estación era increíble. Sus andenes estaban llenos de una luz clara que atravesaba los grandes mosaicos en sus techos, otorgándole al lugar un aire de magia que le fascinó. Ningún bar estaba abierto aún, por lo que decidió sentarse en uno de los bancos que se encontraban por toda la plataforma, en concreto aquél junto al andén 10, mirando a la vía de forma directa.

Se preguntaba qué hacía allí, cómo había hecho para acabar en aquél lugar. Apenas recordaba lo que había hecho con anterioridad. Sus últimos recuerdos se agolpaban al momento en el que con increíble soltura había comenzado a escribir un capítulo de su nueva novela, acontecida en este mismo sitio, San Lázaro, estación de París. Pero todo era muy distinto a lo que él describía en su obra... siempre se había imaginado aquella estación llena de gente, de agobios, de estrés y de prisas. En ese momento, recién iniciado el día, San Lázaro se desperezaba de sus sábanas, cual niño pequeño, para poder empezar un nuevo día.

Había farolas a ambos lados el andén. Éstas desprendían una luz blanca y suave que iluminaban las vías. El silencio inundaba el apeadero. Ningún tren en toda la estación. Él comienza a tener miedo, no sabe qué hacer. Suspira, cierra los ojos, se pellizca. Nada de nada, sigue allí, sin moverse, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Vuelve a cerrar los ojos, y izas! Una nueva oleada de blanca luz le inunda de nuevo. Se da la vuelta y su mirada encuentra al instante sobre las vías del andén 9 un magnífico tren rojo.

El vapor salía de debajo de las vías, dando cierto aire de respeto al tren. Su rojo escarlata brillaba como un reflejo metálico. Al final de la locomotora se abrió una puerta, sola, como por arte de magia. Lentamente se deslizó hacia fuera una figura. Él solo pudo ver el contorno de un liviano cuerpo vuelto hacia su dirección.

Comenzó a avanzar, a cada paso se iluminaban aquellas farolas que se mantenían apagadas. Una larga cabellera rubia caía sobre los hombros de una mujer fina, de aspectos y rasgos delgados.

Se acercó hasta donde él estaba. No articuló palabra. Ahora ya sí que todo le parecía surrealista porque estaba con una mujer en San Lázaro, los dos en silencio y mirándose mutuamente, como explorándose. Ella dio el primer paso rompiendo la incómoda situación.

—Buenos días, ¿podría decirme que tren debo tomar para llegar a Burdeos? —Él, atónito, no pudo articular palabra. Se quedó de nuevo observando a la mujer. Era la primera vez que la veía y aun así no podía evitar que floreciese una mueca de nostalgia en su interior. Le recordaba a alguien, no se atrevía a pensar en nadie en especial, pero la presencia de la mujer rubia le hacía recordar tiempos atrás. Tiempos en los que como adolescente comenzó a escribir sus primeras novelas...

—Disculpe, pero no soy de aquí. No sabría decirle.

—No se preocupe, esperaré aquí y me informaré. Gracias. —Ahora ya la situación no podía ser más incómoda. Ninguno de los dos hablaba y el silencio a envolvía la situación, un silencio muy cargado que nadie se atrevía a romper. Ella volvió la cabeza hacia él, le miró. Él se sintió observado, hecho que incrementó su nerviosismo. Ella no aguantó más y habló.

—Habrán pasado los años, pero no son excusa para que no te acuerdes de mí, Cédric. —Que conociese su nombre provocó en él un miedo irracional. Se volvió hacia ella de forma brusca y sus miradas se cruzaron, clavando ella sus pupilas azules en las marrones de él.

Ahora lo entendía, bueno, entenderlo no, pero sabía con quién estaba sentado. Ella era Cassandra, la joven que protagonizó su primera novela, la que le dio el espaldarazo definitivo a su carrera de escritor, con la que él se sintió autor por primera vez. Pero Cassandra no era como él la recordaba. Aunque fuera una invención de Cédric el tiempo había surcado sus rasgos y dejado huella en su piel. Se trataba de una mujer madura, nada de aquella joven que él describió una vez 15 años atrás.

Después de titubear y tras dejar de temblar, él se atrevió a dirigirse a ella...

—¿Cassandra? ¿En serio eres tú? —Ella soltó una carcajada.

—¿Por qué no iba a serio? Tal y como tú quisiste que fuera, aquí estoy.

Tras esa respuesta, todo su miedo se disipó, se sintió tranquilo. Cassandra le llenaba y le hacía sentir libre y seguro de sí mismo. Recordó sus tiempos de juventud, cómo escribía y releía sus primeros textos, perfeccionando a sus personajes y tratándolos de hacer a su imagen y semejanza de cierto modo. Se sintió en el cielo, no sabía si se trataba de la situación o era aquella estación, que irradiaba una luz demasiado brillante para esa hora.

Últimamente tenía que reconocer que no se sentía cómodo con sus relatos, le faltaba aquella chispa de antaño. Al ver a Cassandra rememoró momentos. Momentos en los que las palabras le salían a borbotones.

Ella pareció adivinar lo que rondaba en su mente y dijo pausada y confiada, esbozando una media sonrisa.

—Cédric, siempre has sido un increíble escritor. Tienes ese don y seguirá en ti durante el resto de tu vida. Estoy aquí para recordarte que tú has nacido para esto, para narrar las aventuras de personajes que como yo, están llenos de vida en mundos de magia y fantasía. Nadie podría haberme dado la vida que tú me diste en aquella novela. Si estoy aquí es porque tú me diste la oportunidad de vivir. Yo soy una invención, me creaste de la nada y eso siempre será así. Ahora trato de ser yo quien te devuelva el favor, intentando sacarte del bache en el que tu vida se consume. Recuérdalo, escritor: “por muy difícil que parezca, siempre habrá una salida”. Aunque ahora todo se tiña de negro, las luces de San Lázaro te invitan a volver a aquella etapa de tu vida en que sonreías y escribías cosas verdaderamente preciosas. —Él, Cédric, comenzaba a alucinar, no entendía a qué venía todo aquello, pero le encantaba. Hacía muchos años que no había tenido esa sensación de inspiración, de sentimientos y de seguridad.

Desde que sus padres habían fallecido, su vida había caído hacia una decadencia que parecía no tener fin. Se sentía como un barco a la deriva, al viento quien dirigiese sus movimientos sin posibilidad de ser él mismo quien tomase el timón para marcar su rumbo.

Ahora, tras aquel discurso tan mágico como real de Cassandra, los ardores de su tripa se habían convertido en mariposas. Allí estaba él, sentado en un banco tan blanco como la espuma y junto a que él un amor platónico por el que llegó a sentir obsesión al ver que nunca saldría de aquellas páginas y ser una realidad tangible.

Pero no, Cassandra estaba con Cédric, insuflándole todo el apoyo posible para que volviera a ser quien era, aquel joven que se escondía en las facciones de un hombre adulto que había abandonado su adolescencia brusca y prematuramente.

—Cassandra, nunca te separes de mí.

—No lo haré Cédric. Ahora ve y coge el tren del que vengo yo. Está cargado de fantasía, la misma que tú plasmaste un día y de la que seguirás llenando novelas. Mi fin de trayecto eres tú.

Él se levantó, la besó la frente y entró en aquel tren, aquel que le devolvería la vida.